Portugal respeta su pacto con el pasado

Fotos: Juan Girón Roger.
En Portugal se puede notar ese hilo invisible que asocia a ciertos países y ciudades con sus raíces pasadas. Así como las renovaciones promovidas por las tendencias modernas tienden a arrasar el espíritu de los lugares como lo haría una apisonadora, en el país vecino se cultiva ese sabor de antaño que, entre nosotros, se va perdiendo cada vez más deprisa. Parecen resonar, en tono de fado, aquellas estrofas de la canción de Helenita Vargas, "Amarraditos", con la malograda María Dolores Pradera: "No se estila, ya sé que no se estila, que te pongas para cenar, jazmines en el hojal..." Y Oporto no es excepción a esta regla lusitana.
Establecimientos añejos ven pasar los años sin pestañear: artesanos de las escobas artesanas; antiguas papelerías que no han cambiado desde comienzos del pasado siglo y ahora venden productos de diseño sobre mostradores de madera maciza; ultramarinos que rebosan especialidades locales tales como botellas de vino de Oporto -también se puede cruzar el puente Luíz I sobre el Duero y llegar a pie a Vilanova de Gaia, donde están todas las bodegas ese ese célebre vino dulce que se declina en al menos seis variedades- o incluso latas de sardinas ( alimento más popular que el bacalao, cuyo precio no siempre es asequible para la familia media local en comparación con el pescado azul) -de hecho, a las latas de sardina se las llega a dotar de connotaciones heróicas como valor publicitario-; tahonas repletas de bollería fina y, cómo no, de pasteis de nata; cafeterías, al estilo del Café Comercial de Madrid, que guardan el ambiente de siglos pasados; iglesias increíbles, como la que guarda un huesecillo de San Juan Bautista como reliquia ( la cabeza entera está en la mezquita de los Omeyas, de Damasco, por si se animan a peregrinar hasta Siria) y la consagración del McDonald´s local como un símbolo del poderío romano ( ¿serán sus hamburguesas de carne de cristiano a la parrilla?).
Para quienes no se quieran aventurar por ese camino, pueden optar por dos especialidades portuenses que no dejan indifrerente a ningún comensal: el cachorro ( no, no es una pata de caniche, sino un hot dog, perro caliente, con salsas varias y patatas fritas) o la francesinha ( no se trata de un pellizco de carne de ninguna jovencita del otro lado de los Pirineos, sino un plato para gente con mucho "saque", con carne, chorizo y salsa de queso entre dos rebanadas de pan con patatas fritas, cuyo poder calórico nada tiene que envidiar al cachopo asturiano).
Pasado y presente se dan la mano en Oporto. Y ninguno de los dos tira hacia su lado.

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