Cómo no salir trasquilado de un zoco árabe

El afgano Ali Afgal se gana la vida en el zoco de Dubái.
Fotos: Juan Girón Roger.
Los persas lo llamaron bazar. Los árabes se refirieron a él como Al Souq, el zoco, el mercado. En la antigüedad, era el lugar de paso obligado para abastecerse de cualquier producto necesario para el hogar: tés, cafés, pan, dulces, frutos secos, miel, frutas y otros alimentos, especias, telas, alfombras, ropajes y hasta moscas cantáridas (las farmacias bereberes aseguran que su consumo por parte del audaz paciente produce resultados más efectivos que un frasco de Viagra): ahí los dejo con la sombra de la duda o el privilegio de descubrir su veracidad o no tragándose uno de estos verdosos insectos que, al menos, ya no están vivitos y aleteando.
Hoy el zoco se mantiene en el mundo árabe como testimonio de un tiempo que se va yendo poco a poco, como escurriéndose por la parte estrecha de un reloj de arena. El de Rabat, el de Mascate, el de Alepo, el de Marrakesh (donde antaño había un mercado de esclavos), los de Bagdad (con su caravasar -posada para viajeros- de Jan Murdjan del siglo XV) o El Cairo, son algunos de los ejemplos de este tipo de monumento al espíritu comercial y al regateo infatigable.
Me dijo una vez un iraní que la moneda es redonda, pero el bazar es alargado. Un magnifico pretexto para la meditación con objeto de determinar su significado. Recomiendan no ir al zoco si no se lleva dinero en metálico encima, dividir por dos el precio de salida que nos piden y nunca aceptar el té –normalmente té negro muy azucarado o té verde con menta (Shai al Ajdar bi Nana)- que nos ofrecen si no vamos a comprar algo, estar mentalizado para marcharse si vemos que la negociación no está llegando a buen término y, muy importante, determinar por cuánto dinero estamos peleándonos y si merecen la pena el tiempo y el esfuerzo que le estamos consagrando a esa lid.
Dicen también que, si usted es el primer o el último cliente de uno de estos puestos, es probable que se lleve una compra con un precio ventajoso. Ojo con la mercancía que acabe llevándose. Recuerdo que, tras intensa negociación por un kilim -una alfombra reversible hecha a mano en el Kurdistán- con uno de estos tenderos en un zoco de Bagdad, no llegamos a un acuerdo. Ya había salido de su establecimiento y estaba viendo otra cosa en una tienda cercana, cuando el anterior vendedor me tocó la espalda y me entregó el kilim por el precio que yo había ofrecido. La alfombra venía plegada y envuelta, por lo que abrí ligeramente el paquete para asegurarme de que contenía el kilim que había elegido. Creyéndome triunfador del prolongado toma y daca -muchos le dirán que en eso estriba el placer de la compra-, al llegar al hotel y abrir el paquete, me encontré con que el vendedor había cosido dos alfombras pequeñas para aparentar que se trataba de una más grande. En otras palabras, me habían tomado el pelo. No volví al día siguiente a reclamar, ya que supuse que entraríamos en el juego de su palabra contra la mía y no quería perder más tiempo. Pero al menos aprendí una lección y no me volvió a ocurrir nada de ese tipo en sucesivos viajes. Ya se sabe, me apliqué la teoría del gato escaldado, que del agua fría huye. O de que, cuando estés en un zoco, no debes fiarte ni de tu padre.
En torno al zoco, la vida bulle. Otros establecimientos se instalan en sus inmediaciones, ya que el tránsito de posibles compradores está asegurado. Algunos zocos abren un día específico de la semana, mientras que otros siguen abiertos permanentemente. Entre sus puestos se percibe el olor a especias y se vislumbra la variada gama de colores de las mismas.
En Occidente, los mercados públicos al aire libre, tipo el Rastro de Madrid ("Una, dos y tres; una, dos y tres, lo que usted no quiera para el Rastro es", cantaba Patxi Andión); le Marché aux Puces ( mercado de pulgas de Saint-Ouen) de París o los vide-greniers, mercadillos al aire libre tan extendidos en Francia, son herederos directos de este espíritu de mercadeo. En este caso se trata de objetos antiguos y bienes de segunda mano, mientras que en los zocos, la mercancía es nueva, salvo las antigüedades que como tales se ofrecen al potencial comprador.
En Dubái, la capital comercial de los Emiratos Árabes Unidos, han conservado un zoco donde se respira ese ambiente de antaño, aunque el enclave no sea tan antiguo. No olvidemos que esa ciudad del Emirato comenzó salir del desierto y a formarse en los años 70 del pasado siglo, gracias al hallazgo de petróleo. Allí, los rostros de los mercaderes son como los de cualquier otra ciudad árabe. En este caso, ninguno tiene la nacionalidad emiratí: son afganos, hindúes, iraníes, sirios, jordanos, egipcios o libaneses. Dubái es un crisol de culturas hasta en su zoco. Y sus comerciantes hacen malabarismos con lo nuevo y lo viejo, con la tradición y el progreso de una megaurbe que va engullendo los ya escasos restos de su pasado inmediato.

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