Moscú: debajo del oropel de unos cuantos, las penurias de los más.

Fotos:Juan Girón Roger
Moscú fue designada capital de Rusia (República Federativa Soviética de Rusia que un lustro más tarde se volvería la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) en 1918, cuando el gobierno bolchevique se trasladó allí desde San Petersburgo, ciudad que había arrebatado la capitalidad a Moscú en 1703 por decisión de Pedro el Grande. A orillas del rio Moskva, Moscú siempre gozó de gran influencia, incluso en la época de las incursiones de los mongoles. Considerada como una de las ciudades heróicas por haber sufrido el asedio de las tropas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial ( más tarde, la soldadesca popular rusa pillaría y devastaría Berlín, violando desde niñas hasta ancianas en su desenfrenada invasión), hoy día despliega toda la simbología de un pasado soviético que la historia se encargado de poner en su sitio, es decir, sobre las inmensas pilas de cadáveres de disidentes ajusticiados en los gulags o los millones de hombres, mujeres y niños, ciudadanos soviéticos todos, muertos como consecuencia de las hambrunas orquestadas por el estalinismo ( para muestra, entre 4 y 5 millones de ucranianos muertos de inanición en Holodomor durante 1932-33).
Actualmente, en los bloques viviendas populares que sobrevivieron al régimen de la hoz y el martillo -los komunalki soviéticos y las llamadas jrushchovkas prefabricadas- no es raro ver ondear banderas rojas con este símbolo. En la plaza de la Lubyanka se alzan los dos edificios que albergaban los antiguos despachos del neobarroco cuartel general del KGB y sus salas de interrogatorios, así como la prisión anexa. Cabe imaginar que el actual presidente Vladimir Putin, antiguo miembro del KGB en Dresde (Alemania), no se deba sentir muy perdido en esos lugares. Pequeños grupos de visitantes se reúnen todavía ante su fachada para comentar las atrocidades que se debieron de producir entre aquellas paredes. Recuerdo que, hace muchos años, una señora hebrea que conocí en Barcelona me dijo que jamás pisaría suelo alemán porque seguro que hasta las piedras de las calles seguirían oliendo a la sangre derramada de sus hermanos de etnia. Si hablamos de Moscú y la Lubyanka, es posible que más de uno, con desarrollado olfato histórico, tuviera que ponerse una mascara antigás para poder escapar a similares efluvios.
La sombra del comunismo es larga y muchos rusos no se han sacudido de encima su influjo, aunque sólo sea en a esfera estética o en confusos sentimientos teñidos de nostalgia de cuando eran el gran imperio socialista soviético que dictaba las normas a un ejército de 15 obedientes repúblicas satélites. Acababa de acceder al poder y una de las primeras leyes de Putin fue la de reinstaurar el antiguo himno nacional soviético. Quien tuvo, retuvo.
De los siete rascacielos de diseño estalinista, hoy algunos son el ministerio de Asuntos Exteriores, la Universidad Estatal moscovita, el Hotel Radisson Royal ( antes, Hotel Ucrania) y el Hotel Hilton Moscow Leningradskaya (antiguo Hotel Leningrad), que quien más, quien menos pondera como uno de los logros del estalinismo. En la Plaza Roja, donde Stalin y los demás líderes de la URSS, presidían los desfiles de tropas y tanques el 1 de mayo, están ahora las tumbas de esos próceres de la revolución. Sobre la tumba de Stalin -que estuvo momificado y expuesto hasta 1961, pero ahora yace bajo tierra en esa plaza, junto al mausoleo de Lenin-, yo vi un ramo de flores frescas la última vez que estuve en esa ciudad. De igual modo, este mausoleo del momificado Lenin sigue atrayendo desde 1924 tanto a los visitantes locales como a los extranjeros. No dejaron de sorprenderme las actitudes cuasi-religiosas de varias jóvenes rusas que se postraban con fervor y devoción ante aquella urna de estilo Blancanieves en medio de la penumbra, en la que un guardia armado prohíbe que se tomen fotos.
La abundancia de banderas con la hoz y el martillo y de toda aquella profusión de símbolos -que contrastaba con los paneles explicativos en diversos templos ruso ortodoxos donde recordaban lo mal que fueron tratados durante el régimen comunista-, me llevó a preguntarle, con todo el respeto, a un colega local por qué se seguía dando pábulo a un régimen cuyo dirigente había demostrado un “reinado” de terror, con crímenes contra la humanidad, limpiezas étnicas, matanzas, arrestos y ejecuciones caprichosas, tanto atropello de derechos básicos y tanto dolor infligido a la población… que no dejaban nada que envidiar al mismísimo Hitler. “¡Es que nosotros ganamos la guerra!”, fue la respuesta que obtuve.
Moscú es una gran ciudad. Llena de luces y sombras, como casi todas. Pero que mantiene el carácter de lo que fue y sigue siendo para los rusos. El comunismo salió por la puerta de atrás, pero se quedó su mentalidad. En una visita anterior, hace 25 años, tuve la oportunidad de visitar la Duma, el Parlamento, cuando hablaba Guennadi Ziugánov, líder de los comunistas rusos. La sala estaba a rebosar de partidarios.
Frente al derroche de lujo de una parte de la población, contrasta la sufrida actitud de los que apenas pueden salir adelante. Según datos de la Academia Presidencial Rusa de la Administración Nacional de Economía y Administración Pública, próxima al Krémlin, el 22 por 100 de los rusos vive en la "zona se pobreza" que les permite adquirir tan solo los productos básicos de subsistencia garantizados por el Estado. El 36 por 100 se hallaria en la “zona se riesgo del consumidor”. Sólo el 28 por 100 de los rusos estaria en la “zona de confort”. Putin lanzó en 2018 un plan para reducir al 50 por 100 el índice de pobreza con un horizonte situado en 2024. Las autoridades han cambiado hasta el concepto de “nivel de pobreza” por el de “nivel mínimo de subsistencia” en las encuestas, ya que les parece que suena menos dramático. Mientras tanto, Rusia se vacía: entre 2019 y 2020, la población se redujo en más de un millón de habitantes.
La inmensa mayoría, esa que apenas puede acceder a lo mínimo para sobrevivir a base de pan y patatas, se sigue apretando el cinturón. ¿Volverán estos rusos la mirada atrás, añorando un tiempo quizás menos riguroso? Aún quedan carteles clavados con chinchetas en las decrépitas paredes de algunas viviendas del período soviético con proclamas estalinistas: “La victoria nos pertenece”.
El descontento a menudo es la herramienta que atiza el fuego. Dicen que si la historia se repite es, sencillamente, porque nosotros nos empeñamos en repetirla.

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