Kurdos: milenios sin derecho a una patria.

Texto y fotos: Juan Girón Roger.
Son los herederos de los antiguos Medas. Saladino, primer sultán de Egipto y Siria y figura clave de las Cruzadas, fue uno de ellos. Se consideran descendientes directos de los pobladores de las aldeas fundadas por Noé después de que amarrase su arca junto al monte Ararat. Son los kurdos: en la actualidad, el grupo étnico más numeroso sin un Estado.
Esta población de origen indoeuropeo cuenta con más de 40 millones de personas. Pero aunque “la unión hace la fuerza”, los kurdos se han visto forzados a vivir de forma dispersa entre Iraq, Siria, Irán y Turquía. Y nadie se los quiere quedar.
Un dicho kurdo asegura que “los escalones, hay que subirlos uno a uno”. Este pueblo de Oriente Próximo ha aplicado esa enseñanza desde tiempos inmemoriales. Un poco de contexto: cuando cayó el imperio otomano, al final de la primera Gran Guerra, se les prometió un país independiente e incluso se plasmó en el Tratado de Sèvres de 1920. A principios de esa década, trataron de crear el Reino del Kurdistán, pero aquello fue un sueño efímero. El Tratado de Lausana de 1923, influido por las conquistas del turco Kemal Atatürk, dejó definitivamente a los kurdos fuera de juego y sin patria.
En el Iraq baazista de Saddam Hussein guardaron cierta independencia lograda cuando el antiguo rais iraquí les concedió un estatus autonómico. De fondo, palpitaban las hostilidades de Bagdad contra el Kurdistán iraquí: entre 1986 y 1989, la operación Al-Anfal exterminó entre 50.000 y 182.000 kurdos. Los ataques de Turquía en 1984 también se tradujeron en unas 40.000 bajas kurdas; e Irán tampoco salió con las manos limpias de su desencuentro con los kurdos: 35.000 muertos de esa etnia, en su mayoría civiles. Para colmo de desdichas, después llegaría el cáncer del emirato islámico de Byara, creado en 2001 por kurdos que habían formado parte de los yihadistas de Al Qaeda y aplastado en 2003 por fuerzas estadounidenses en la Operación Martillo Vikingo. En aquella ofensiva, los norteamericanos contaron con la ayuda de sus aliados peshmergas (efectivos militares kurdos, “los que se enfrentan a la muerte”, etimológicamente).
Mucho sufrimiento, aislamiento e incomprensión. Con todo, los kurdos nunca han perdido su voluntad de sobreponerse a sus miserias y llegar a un Estado independiente y unificador de todos sus ciudadanos. Lo cierto es que los kurdos ya habían acariciado la autonomía con las yemas de los dedos. En 1991, el Kurdistán iraquí ganó un autogobierno de facto bajo la protección de Estados Unidos. El derrocamiento de Saddam Hussein y la invasión que vino después configuró un Kurdistán iraquí prácticamente independiente: el presidente de Iraq debe ser siempre un kurdo; el primer ministro, un chiita y el portavoz parlamentario, un sunní. Añadamos a esta marmita en ebullición las disensiones internas y que el Kurdistán es rico en reservas petrolíferas, un pequeño detalle que ha hecho que hasta la Turquía de Erdogan se siente ahora a negociar acuerdos con los líderes kurdos a los que antaño condenaba desde Ankara (pese a que las hostilidades aún continúen actualmente en segundo plano).
Tuve la oportunidad de visitar el Kurdistán iraquí en el verano de 1989. Había elecciones para nombrar al gobierno regional. Un tren me llevó de Bagdad a Mosul. Luego, visitamos Arbil, Zakho… ciudades kurdas con escasa presencia árabe.
Organizados en clanes rurales, profesan la fe musulmana, pero me percaté de que sus costumbres distaban de la contenida conducta social islámica (en la que, por ejemplo, no se debe estrechar la mano de la esposa de la persona cuya casa visitas). En el Kurdistán, las mujeres -amas de casa y también sus hijas jóvenes- carecían de velos y no dudaban en dar la bienvenida a los forasteros e incluso invitarlos a tomar té en sus casas. Y los niños, de cabellos claros y rostros rubicundos, se asomaban joviales para ver a los visitantes extranjeros. Esas criaturas siguen siendo el futuro del Kurdistán. Ellos verán -inch ‘Allah!- la creación de un nuevo Estado del que hasta el momento las grandes potencias no los han considerado dignos de habitar.
Étnicamente, los kurdos están más cerca de los iraníes que de los árabes. Y ni los turcos, ni los sirios, ni los iraquíes ni los iraníes los miran con buenos ojos. Como muestra superficial, un botón: un funcionario iraquí me confió entre risotadas pueriles que los kurdos llaman a sus hermanos “kaka”. Y los turcos denominan despectivamente a este pueblo “los kurdos de las montañas”. Dato curioso y no me pregunten por qué: nadie hace ascos a los recursos de los que abunda el territorio kurdo.

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